Una vez en Ancona, ya tierras italianas y con el cronómetro en mano para no perder el barco que nos tenía que llevar a Barcelona, nos dispusimos a cruzar la península en dirección a Civitavecchia. La etapa que a priori no tenía mucho atractivo ya que la hicimos en autostrada, se convirtió en una tremenda lucha contra el intenso calor y contra nuestras ya mermadas fuerzas. El premio a tan titánico esfuerzo se materializó en forma de visita a la ciudad eterna. Fue una visita corta, pero que nos mostró la belleza de Roma y nos dejó boquiabiertos ante las murallas y sobre todo, del Coliseo. No risk, no fun.
Con una sonrisa en los labios nos dirigimos a buscar el ferrie que nos debía transportar a España e, in extremis, llegamos a cogerlo. Se prometía un viaje tranquilo, tomando el sol en cubierta con una cerveza en la mano, pero los fuertes vientos del Mediterráneo convirtieron el enorme barco en un cascaroncillo a merced de las olas. Pero eso es otra historia...
Una vez en Barcelona y juramentándonos que el viaje no acaba hasta que no dejas las maletas en la cama de tu casa, atravesamos los Monegros rumbo al hogar.
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